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lunes, 18 de enero de 2016

DESCUBRIENDO EL CINE por Javier Yuste

Descubriendo el cine.



Por culpa de mi sexo, que se rinde ante la voz candorosa de una traviesa ninfa, he acabado con mis huesos y el jumentillo de palabras que me sirve de montura (pues aún no cuento con la suficiente talega ni el orgullo requerido como para regalarme un brioso palafrén con el que presumir), en una encrucijada de caminos dentro de mi mente, custodiada por un sencillo crucero (por si hace falta abrazarse a él con fuerza). Y es en esta encrucijada a donde me ha llevado la voz de la ninfa y tengo que decidir qué camino tomar, siendo que ambas direcciones me exigen idéntico tributo y destino: este texto que tenía que haber crecido al albur de un tema ya propuesto de antemano por nuestra querida Su: Soltería o diez películas que marcaron mi vida. Izquierda, derecha o darse la vuelta.

Pero en mi seno abriga la misma torva tozudez y nobleza pícara que se advierten en los ojillos de mi mullido compañero de viaje; esa chispa de razón rebelde de la que carece cualquier montura de dentadura respetable y a respetar y que me permite atisbar que, a la sombra del crucero providencial, un repecho angosto se introduce en el interior del bosque que me rodea, fuera de los caminos transitados y de los adoquines sueltos y erosionados.
No creo que tome mejor decisión que aquella que haga honor al espíritu que puebla a los nobles habituales del callejón que administra nuestra pequeña luz madrileña. Ni «Casado o soltero», camino de la derecha, ni «Diez películas favoritas», ruta que corre tras el sol por Poniente. Es legítimo tomar el repecho, por capricho, porque sí; aunque para nada sea propio o digno de esperar de un invitado, por lo que ruego mil perdones a mi anfitriona.


Es ese camino, el mismo por el que ahora mi amigo gris perla se guía solo, sin tirones ni espuela, por entre los robustos y selváticos árboles que aprisionan las sombras de mi Pasado, Presente y Futuro, en el que me atrevo a hacer frente a lo que salga. Un sendero nuevo al que llamaré «De cuando descubrí el cine» y con el que hoy firmo en El Callejón de los Canallas.


Siento en el espinazo el hálito frío y extraño de los años pasados, y pronto se me ha cruzado el espectro de un niño de cinco años, torpe y desvalido, de mirada asustada, pero también astuta, impresión certera o no que me causa esa criatura tan solo por efecto de mi desbocada imaginación. Sé que me estoy contemplando a mí mismo, pues es a esa edad cuando contemplé la primera película de la que conservo recuerdo alguno. Tan solo unos fragmentos que se quedaron en la retina y más allá, para siempre; además de la sensación de vértigo pegado a una butaca ajada y en una sala de cine en el que había poco más que cuatro paredes, ajena a los lujos actuales que se pagan con el pulso febril. Entre tapias amarillentas de decorosa vejez y contra una tela fina y blanca, héroes de épica y fantasía de una galaxia muy, muy, lejana, se pateaban los bosques de la luna santuario de Endor. Era 1986, efeméride consagrada al reestreno de la trilogía de «La Guerra de las Galaxias» (o «Star Wars», si nos dejamos secuestrar por ese sórdido complejo de renegar de todo lo que no suena, huela o sepa a burdo anglosajón, pues es más correcto).

Si trato de otear en cierto punto más oscuro de mi bosque mental, solo queda la Nada que ni pudo llenar Michael Ende. Tan solo quedaron las motojets y los ewoks. Y todo lo olvidé hasta que se desempolvó, años más tarde, cuando volví a visionar «El retorno del Jedi».

En 1986 todavía vibraba la vida en los cines de la localidad; en concreto en un pequeño teatro en propiedad y terrenos de los monjes franciscanos afincados en la villa desde hacía siglos. Cine sin maquillajes superfluos y sin prohibiciones de traer chucherías de fuera, pero sí con desconchones sobre los que se exhibían los pósters en papel que servían para anunciar las contadas sesiones que se ofrecían. El mismo en el que me maravillé casi una década después con «Stargate» o, válgame Dios, otros productos menos exigentes y que me producen cierta vergüenza (no el confesar que fui uno de los paganos que hicieron rentable el título en cuestión, sino que los pasen por la televisión en canales y horas intempestivas de vez en cuando, como puede suceder, por ejemplo, con «Street fighter», protagonizada por el elástico y reiterativo Jean Claude Van Damme y que sirvió de pobre despedida a Raúl Julia). Éramos críos de los noventa, para nada correligionarios de los críticos de «Días de cine», y si alguien se libró de aquella desventurada filiación, le presto mi capote para que vaya sorteando todos los charcos que encuentre en su sendero hacia lo sublimemente relamido.

A falta de adoquín, mi leal pollino avanza tranquilo por la bruma de mis recuerdos, pues siente la cercanía de otros lugares en los que también descubrí el cine.

Seguía yo siendo un niño y penetraba por mis fosas nasales el aroma salitroso y húmedo del Museo del Pescador, que se hunde hasta las raíces de la casa-torre de los Ercilla. En su segundo piso, si no estoy errado del todo, en una salita a la izquierda de la escalera, poco después de dejar atrás la ventana que daba al puerto y en la que el hábil cantero había creado un asiento perfecto para que hombres y mujeres harto desaparecidos aprovecharan toda la luz del sol en sus labores más sutiles, se abría al público un pequeño cine de sesión matinal y de verano; un cine con sillas contadas y con la oscuridad de rigor asegurada para perderse en las aventuras de Simbad y en otras muchas producciones de acción y fantasía de las décadas de 1960 y 1970.

No hacía falta más. Aquella era la esencia que hemos perdido al dejarnos seducir por el consumo bulímico, de usar y tirar; la vida que disfrutábamos sin necesidad de neones y prostitutas que se hacen pasar por damas de compañía que solo aceptan pagos con tarjeta. Los años en los que una película seguía el fatigoso camino de las salas hasta el mercado del video, de ahí al Plus (cuando llegó) y luego a la televisión abierta, son humo azul que sube en espiral. Ahora hay cintas que no tardan ni doce meses en pasar del proyector a la pantalla plana como programación socorrida de un sábado noche para aquellas cadenas que no han sucumbido a la vil ralea de los programas de dewater político.

¿Eso es cine?

Y las películas de mi vida se fueron amontonando en un túmulo dedicado al despertar del amor hacia el cine, pero son títulos que me los guardo en el silencio, pues son recuerdos menos bulliciosos y más íntimos; ecos lejanos de un mundo que ha sido interrumpido, durante su movimiento de rotación, cuando crucé por última vez el umbral de una sala de proyecciones hace más de una década para acudir al estreno de «El retorno del Rey» (resulta curioso que la primera y la última lleven por título las tres primeras e idénticas palabras). Sé muy bien que alguien me tildará de mentiroso, cuando no de vanidoso, o cualquier otro epíteto recurrente que acabe estallando en su boca y que termine de forma necesaria en –oso (¡lástima que no me sepa los números de la Lotería de forma tan  cierta!).

Me cansé de los blockbusters, del cine con Coca Cola; de las pataditas de groseros ocupantes de la fila de atrás contra mi sillón o el del vecino y de los gritos y sandeces de payasos en paro que no tenían otra cosa mejor que hacer durante dos horas de sus patéticas vidas; de no enterarme de nada y salir crispado y más pobre de una sala a la que le sobran los artificios no necesarios para disfrutar de este arte.

Llamadme sociópata si no os gusta rimar con –oso.

Excesivo sacrificio el mío el de sustituir la pantalla grande por una pequeña en casa, eternamente encadenada al euroconector del reproductor del DVD, perdiéndome la posibilidad de viajar hasta el horizonte final de mis pupilas con «Interstellar», por ejemplo.



Lo bueno es que ahora sé elegir mejor las películas, pero, ¿he traicionado a mi amor de juventud? Tampoco es que sea yo un Totò di Vita; no me siento culpable y, es más, si se aprecia despecho o desprecio en los gestos de esta dama hacia mí persona, soy incapaz de interpretarlos de tal forma, quizá por propia y voluntaria impericia: todo sea por conservar intactas las cicatrices del corazón y que me han cambiado, obligándome a pasar página, a dejar atrás a la Fantasía (incluso al simpático Fuyur, a quien conocí en la sala de proyecciones del colegio). Ahora tan solo soy un espectador de los lejanos brillos fantasmales de unas estrellas que están demasiado lejos de mi atalaya, muy por encima de las copas de los árboles de este bosque de recuerdos imperturbables. Ahora tan solo quedo a merced de argumentos más diarios y grises, reinos de topos y engaños, pero siempre acompañado por un proyector en marcha, cuyo traqueteo soslaya el golpeteo de los cascos de mi pequeño jumento contra el suelo. 

2 comentarios:

  1. Por momentos parece que leía "El Quijote", en ocasiones era un cuento fantástico y en otras un libro de viaje a ninguna parte. Resumiendo: me ha encantado. Sobre todo la reflexión final donde describe en lo que ha quedado el cine. En fin, todavía quedan "románticos".
    PD: yo sigo llendo. Chelo

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    1. La culpa de que escriba así la tiene (y mucha) una señora que responde al nombre de doña Emilia Pardo Bazán. Un saludo!

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